Despierta el Festival

robbins

El Festival de Almagro despierta, como cada año, en este caluroso Julio manchego de visiones fantasiosas y sensaciones de embriaguez soñolienta, de un letargo postergado y meditado, donde tras buscar refugio, brasas y rescoldos, se adormece a resoñar los nuevos vuelos que ha de emprender, a dejarse seducir, amar y cubrir, para fecundarse de ideas, palabras y gestos que darán a luz una nueva experiencia colectiva trascendente.

Como cada año este monstruo de dos cabezas vuelve a la vida, insufla en su vuelo nuevos aires que levantan visillos, barreras y pensamientos; quema con su fuego el rastrojo del año, la caspa del invierno y las poses tediosas de la mediocridad nacida de las fuentes secas de un pueblo acostado en su pasado; llamando a las puertas de los vecinos, solicitando ofrendas, exvotos y tributos, que ahuyenten los males crónicos, las plagas de insustancial melancolía y traigan ríos de esperanza, luminosos rayos de alegría y miles de whatsApp de amor para todos.

El ser vivo que es este festival, ya sea dragón bajo medieval, oso polar, elefante africano, ballena azul o tigre de la India, ha despertado, renaciendo, rebautizándonos, reconolonizandonos, para de nuevo sembrar nuestros campos de flores, para tatuar nuestra piel de versos imposibles, para humedecer el cristalino de nuestros ojos, seco ya de tanto invierno acultural, para esquiar sobre nuestras laderas oxidadas, para hacernos una trasfusión de sangre y volver a cantar sobre nuestras cabezas cual golondrina becqueriana. Solo tengo que instalar la cámara a mi dron y lanzarlo a inspeccionar desde el cielo a este animal salvaje, festivo, desvergonzado, incauto, sensual, dramático, cómico, imprevisible, irresistible y mimado. Desde lo alto descubro como todas las partes, que a ras de suelo parecen independientes y que cada una camina y trabaja de manera propia y separada, forman parte de un mismo cuerpo, de una misma mente creadora y tirana.

Es el fauno del Festival el que desde las primeras luces de la mañana impone sus horarios y atenciones, vemos enjambres de hombres de negro que se afanan en montar y desmontar inútiles estructuras, que dan soporte al echo escénico, al batir de alas, a la polinización con versos del aire viciado, cargan y descargan, van de negro anónimos abejorros enjambretados. Vemos colonias de hormigas que recogen, ordenan y sacan brillo al desorden de la noche, a la orgía de los teatros, de la sangre derramada, de las lágrimas vertidas, de las risas que todo lo ensucian, y ellas hormigas entregadas y entrenadas nos devuelven los olores prístinos y veraniegos de patio regado y pericones.

Vemos como las musas y los atletas van despertando con el calor del día, como se van llenando las calles de tonadillas y requiebros, de resacas y móviles cantarines, de miradas perdidas y esbozos de inquietudes. Advertimos como se acicalan las tabernas, esperando seducir a un cliente atolondrado entre el calor y el hambre, como las gentes se muestran inquietas ante la cercana presencia de la salida del toro del teatro.

Con la llegada de la luna, ojo de las catedrales, cisne redondo en el río, alba fingida en las hojas, que diría un poeta granadino, el corazón de dionisiaco animal, situado en la izquierda del pecho plaza, de un rojo almagre intenso y añejo, empieza a latir con fuerza, va bombeando al resto del Festival, su sabiduría de tiempos remotos, sus recuerdos castrados, sus pendencias disolutas y sus cantos de amor acrobáticos, llenándose de entremeses cervantinos para rescatar del olvido la esencia de nuestra lengua amante. La noche ha comenzado y el conjuro empieza a hacer efecto en la multitud de oferentes que abarrotan las gradas. Se derraman ríos de celos otelianos por la calle San Agustín, resuenan repiques de taconeos flamencos de una Gitanilla enamorada cual miles de encajeras afanadas en su labor solitaria. Sobre los tejados de la Plaza de Santo Domingo y en los balcones de la calle Bernardas, hadas, duendes, cómicos y aristócratas del amor, se enredan en el bosque de la vida y sueñan amores imposibles en la tórrida noche veraniega, vertiendo en los oídos del respetable la pócima del amor verdadero. El buen Enrique VIII cabalgando sobre la pluma calderoniana se debate en la plaza de San Blas, entre el amor y la lujuria, entre el orden y el caos, como se debate cada persona que asiste a la bacanal del teatro a descubrirse, a desnudarse, a enfrentarse consigo mismo.

El animal salvaje del Festival ha despertado de su letargo, aprovechen su inquietante y estimulante estancia a nuestro lado, antes que vuelva a evaporarse entre las nubes de agosto, y caiga en un sueño reparador que lo alivie de tanta batalla, de tanta herida sangrante, de tanto desengaño y exceso amoroso fecundador de almas que vagan despoetizadas.